Cuando somos pequeños, papá se llama simplemente papá, papi… Un día nos damos cuenta de que tiene un nombre propio, quizás como el del abuelo o uno diferente de todos los demás en la familia.
El mío fue fuerte, cariñoso, cercano y confiable. Yo sé cómo era mi papá antes de ser mi papá porque nos contaba sus historias y sus hermanos redondeaban los recuerdos.
Sexto de ocho hermanos, era flaco, enfermizo, llorón y miedoso. Todo se le quitó, o le ayudaron a quitárselo, sus hermanos mayores antes de cumplir los nueve años. Se prometió que nunca volvería a tener miedo y lo cumplió.
Pasaban los veranos en la playa, y las historias familiares cuentan que en una ocasión, al salir a pescar al amanecer, los atrapó una turbonada —tormenta súbita muy común en el golfo de México— que casi hundió el bote con todo y aparejos. Siendo el más chico, lo pusieron a achicar el agua con un sombrero mientras los otros tres mantenían la embarcación a flote. Por fin pudieron regresar a la costa y a su casa, donde los recibió mi abuela con un:
—¿Y el pescado?
—No picaron… —fue la unánime respuesta, para evitar el baño de sangre que les habría costado decir la verdad.
Empezó a trabajar a los siete años vendiendo aceite de casa en casa. Mi abuelo tenía una fábrica y el mocoso se lo compraba a precio de distribuidor para venderlo a las vecinas.
Su sueño siempre fueron las aventuras… ¡y vaya si las corrió! A los quince años se fue con un par de amigos en un barco desde Progreso hasta Tampico; regresaron como todos unos marinos llenos de historias, y al siguiente año volaron en un planeador construido por ellos mismos.
Todo iba muy bien: ganaba dinero, iba a fiestas y, en general, lo pasaba de lujo. Hasta que el abuelo, harto, le dijo:
—O te pones a trabajar en la fábrica o te vas a la universidad.
Su hermano mayor ya estaba en LSU, la Universidad de Louisiana, y allá se fue. En ese entonces, la península de Yucatán no estaba conectada por carretera al resto del país, así que era más fácil llegar por barco o por aire.
En la universidad conoció al gran Louis Armstrong, escuchó historias de veteranos de la Segunda Guerra y calificó para el equipo olímpico de natación, del que fue excluido al descubrirse que no era ciudadano estadounidense. Atendía mesas, vendía planos como estudiante de ingeniería, y con eso se iba comprando “cacharros”, porque cuatro ruedas van más lejos que dos patas.
Ya en la universidad, decidió con otros dos compañeros emprender una aventura más. Tomaron “prestadas” unas balsas, equipo y demás cosas que, según ellos, nadie echaría de menos por estar abandonadas. Armaron una balsa con todo ello para bajar por el río. Con tan mala suerte que fueron descubiertos. Los maestros, compadecidos —y quizás con algo de envidia— convinieron en que podrían usar el equipo para navegar río abajo hasta el golfo de México. Sus compañeros les organizaron una gran despedida como intrépidos exploradores, desde la ribera del Red Creek que entronca con el Misisipi.
Lo que ellos creían que sería un bucólico paseo ribereño se transformó en una odisea. Bajaron por el río entre cargueros y barcos de pasajeros, se atoraron en médanos y, arrastrada por la corriente, la balsa salió a medio golfo. Ellos se arrojaron a la orilla para salvarse. Fueron rescatados por un granjero, casi desnudos y sin nada más que lo que traían puesto. El hombre los mandó de regreso a Nueva Orleans, comidos, descansados y hasta con algo de dinero para el pasaje.
Los héroes fueron recibidos por mi abuela, quien les proveyó de ropa, alojamiento y una buena regañada. Al año siguiente lo volvieron a hacer, esta vez en maniobrables canoas y bien provistos de equipo. Nunca tan emocionante como la primera vez.
Y, como suele suceder, se enamoró. De una chica rubia a la que vio una sola vez y a la que persiguió hasta conseguir que se la presentaran. En unos veinte días ya eran novios, y lo siguieron siendo hasta el final de sus vidas.
Quiso la suerte que la novia se le fuera al norte, a Sonora y allá fue a casarse y empezar una familia en Sinaloa, donde encontró familia extendida y amigos para toda la vida.
Muy poco después empezó a ser papá… Esa parte empieza conmigo y es otra historia. De navegaciones, de aventuras, de negocios, descubrimientos y aprendizajes.
Siempre con la mirada en el horizonte, tras un sueño, sin importar la edad. Investigando qué hay más allá de la puerta. Del camino. Del final del océano.
Un botecito al amanecer o una balsa en el Misisipi. Un avión en el desierto o sobre el mar. Un barco que atraviesa el canal de Corinto u otro rumbo a la Antártida. Un velero o una empresa. La cuestión era siempre ir más allá de los límites. Y esos, los empujó constante.
En sus propias palabras:
"Amo intensamente, lo más profundo de mi corazón: la libertad, la aventura, la naturaleza, la amistad y, por encima de todo, a la mujer en sus múltiples y diversas manifestaciones, como son madre, esposa, hija, amiga o amante..."
La muerte, otra de sus conquistas. Esa compañera constante, susurrando a su oído:
"Recuerda que puedes ser inmortal" Y por fin, hace muy poco, estuvo de invitada gozosa. Siempre esperada. Siempre sorprendente.
Cuéntanos cómo era tu papá antes de ser tu papá.
¡Genial, Tabi!; qué ligera y atractiva forma de describirlo, por fin conozco algo de Don Agusto Alonso, siempre fue un misterio para mi, más allá de su fama de viajero y aventurero, no conocía ninguna de sus anécdotas, ahora te conozco más a ti.
Muchas gracias por compartir estos recuerdos tan vivificantes, tan maravillosos. Abrazos.