Caminaba sin rumbo definido. Se detenía a mirar una flor o un escaparate con la misma atención. Los diseños de las paredes o bardas la podían mantener absorta. Leía mensajes personales en cada señal de tráfico
Cada cierto tiempo solía tropezar por distraída. Dejaba un zapato en una alcantarilla volviendo con una risa de burla autoinflingida brincando en el pie descalzo. O un tropezón en un escalón casi invisible la hacía sonreír.
La vendedora de flores le sonreía. El bolero de la esquina también. Los vendedores de dulces, chuicles o revistas la miraban con curiosidad.
Pasaba mirando a los niños a los ojos y le correspondían con complicidad a veces siguiéndola con los ojos
Miraba igual a un perro, a una flor o a una persona.
Y las personas “ocupadas” no se daban cuenta.
Tejía miradas entre árboles, perros, ancianos, mendigos y niños...
Y a veces recibía un gesto de admiración inesperado.
Como la exclamación de la mujer de abrigo azul turquesa, que iba ondeando al caminar, y dijo en voz alta y sorprendida;
“¡que belleza de mujer!”