-Pero no solo con alas se vuela, dijo la abuela. A veces necesitas el corazón.
Esto último certificado con un manotazo a la cabeza del nieto hombre mas cercano para espantarlo del cuarto.
- El café niñas se toma así, negro como la conciencia, amargo como el abandono y caliente como un amante escondido.
Las tazas tintinearon en la charola que traía Luciana, la nana de toda la vida,
- doña Gertrudis, ya le dijo el doctor que no se agite, que le hace mal al corazón.
- Sí Luciana pero si no me agito ¿como aprenderán esta caterva de chiquillas a volar?
Las nietas intercambiamos miradas a escondidas, pobre de la que desviara la mirada de la emperatriz de su casa! Su recompensa podría ser desde una palmetada hasta el destierro absoluto y nadie, pero nadie, se perdería estas tardes de verano y el café con la abuela.
- abuela, aventuró la mas chica, mejor cuéntanos quién te enseñó a volar a tí.
Descansó las manos limpias de anillos y de alhajas en el regazo y volteando la vista a su interior acercó su cara a la consentida, que lo era por su parecido a aquel difunto cadete de marina, perdido en el antártico.
- los hombres niña, los hombres te enseñan a volar…
en el silencio que siguió Luciana aprovechó para resoplar y murmurando por lo bajo un “ahora solo falta que les apruebe amantes y delirios” se marchó arrastrando los pies.
- cuéntame abuela… como aprendes, como te enseñan, como se puede…
todas tratando de hablar al mismo tiempo, todas revolviendo el café o dejando de lado el pastelillo o las galletas, hambrientas de ideas, de recuerdos y de información.
- yo puedo contarles como aprendí, así cada una tendrá que encontrar sus alas y volar lejos, que a veces ese lejos está mas cerca de lo que creen. El día que encontré mis alas era una tarde de verano, como esta de hoy. El sol era mas caliente en ese entonces, solía salir mas temprano o yo me levantaba antes, no estoy segura. Pero esa tarde en especial, justo cuando el polvo recogía la luz del pueblo entero y se enredaba en mis pestañas, llegó un coche a la puerta de la casa. Esta misma casa donde vivo ahora, ustedes saben que aquí vivía con mis papás, y mientras yo jugaba a los pies de los adultos que tomaban café, justo aquí donde estamos nosotras, probablemente en las mismas tazas donde lo hacemos hoy, se acercó un coche.
Movimos la cabeza esperando encontrar un coche en el amplio y bien manicurado garage, la maleza no tendría ni la menor oportunidad en este jardín cuidado por las manos de su dueña, los rosales acaparaban la luz y los árboles nos guardaban del calor y de la humedad.
- unos ojos negros fue lo único que vi, una mano que saludó educadamente a mis padres y se presentó. Ni siquiera escuché su nombre. Después me enteraría de que era el primo recién llegado de estudiar, que pasaría el verano con nosotros y de que yo actuaría de cicerone. Cuando me tocó la mano una corriente eléctrica pasó por mis dedos. Sabía a lo que olía, a jabón y plancha, a sol y a escapadas y aventuras. A horizontes lejanos y, sobre todo, a mar.
- Ese verano aprendí a nadar sin ropa, aprendí a tirarme de los peñascos que dan al mar, a correr mas rápido que el viento y al final cuando se acercaba el otoño… aprendí a volar.
Nada se movía en la habitación, ni las cucharillas, ni los platos, ni siquiera nuestros ojos que no abandonaban la cara de la abuela que había cambiado de su natural pálido y seco a una luz que le encendía por dentro. Aguantábamos la respiración imaginando que estábamos en el mismo verano, corriendo descalzas y desnudas, tomadas de la mano de ese ventarrón de despertar.
- llegó el final de las vacaciones y con él el de la libertad. Mañana se marcharía y mi corazón con el suyo. Prometió escribir, prometió volver, prometió que siempre me querría y que nos iríamos juntos al fin del mundo. Prometí que lo esperaría y que bordaría su nombre en mis camisas de dormir, que mis ojos no se cansarían de verlo, que su retrato dormiría junto a mí.
- El viento del otoño se lo llevó en la armada a la escuela naval. Un accidente estúpido en el que un par de cadetes salvaron la vida de los oficiales y se ganaron la póstuma medalla del honor. Un par de alas de estudiante aéreo y una bufanda con mi nombre llegaron como regalo de Navidad. Ese invierno mis alas se perdieron.
La tarde cerró los ojos de la abuela, el brillo que estaba por dentro se apagó y entró Luciana prendiendo lámparas, la abuela cerró los ojos y trató de llevarse la taza a los labios… fingimos no darnos cuenta de que el temblor hizo que se manchara la blusa de encaje.
- ¡Luciana! Esta blusa se ha puesto perdida… te he dicho que no me sirvas tanto café…
- perdón señora, deje le tallo tantito.
Las manos de la nana quitaron de en medio un broche para poder limpiar, lo dejó sobre la mesita de centro. Las alas de cadete brillaron con la última luz del atardecer.
Parecían querer levantar el vuelo.