Hace frío, como suele hacerlo en el otoño del altiplano. La ladera se ilumina suavemente a la luz del atardecer, dorados y rojos se reflejan en el agua verdosa del estanque y en la cara de los primos que, pensativos, murmuran chistes y recuerdos compartidos. Son más de 15, siempre pierden la cuenta exacta.
Unos se levantan y regresan a la casa grande, otros deambulan cerca recogiendo flores o haciéndose arrumacos con los amigos invitados…
Nadie sabe cómo, nadie sabe de quién fue la idea original, lo único verdadero es que poco a poco se va haciendo una sola voz… te apuesto… el agua ha de ser radiactiva… a que no te atreves…
Y Sebastián se levanta, en un fluido movimiento se saca la camisa y los zapatos… camina decidido rumbo al agua, el suelo fangoso se le mete entre los dedos. La sensación no es del todo desagradable. Entra al agua helada y, sin pensarlo, se zambulle sacando la cabeza a recibir el ¡BRAVO! colectivo que sale después del aliento ahogado y contenido de todos.
Entre risas y abrazos se va haciendo oscuro, con la ropa y el pelo mojado él va aún descalzo y así regresan a la casa de los abuelos.
A medianoche se levanta al baño, se mira en el espejo y ve con horror que le ha salido un ojo en la frente y el pelo se le ha puesto naranja fosforecente.
Muy muy bueno